La mancha dejó su marca




Prólogo de Claudia Cortalezzi para la tercera antología

Una noche de principios de 1970 —tendría yo unos seis años— viví mi primera experiencia frente al terror. ¿Por qué será que recuerdo tantos detalles de ese momento horrible?
Las cosas sucedieron así: mis padres charlaban de sobremesa con mis tíos, que habían venido de visita. Las mujeres juntaban los platos, y los hombres hablaban fuerte, tratando de imponerse al bullicio de cubiertos. Tan imbuidos estaban en la conversación, que nadie lo advirtió: el televisor había quedado encendido.
Todos nos encontrábamos muy cerca del Philips, pero sólo yo miraba.
Recuerdo que una de mis hermanas se me acercó y me sacudió del brazo. 
—Vamos a recortar revistas —me dijo, y décadas después la estoy viendo hacer gestos de cortar, como si sostuviese una tijera.
Creo que debe de haber sido eso: recortar y pegar fotos en un cuaderno viejo significaba una buena excusa para encerrarnos en la habitación, lejos de los grandes. Sólo podíamos irnos de la mesa si no hacíamos ruido, ya que nuestro hermano menor era bebé y dormía.
—¿Venís? —oí que también decía mi otra hermana.
Ni siquiera pude contestar.
Porque me había quedado paralizada ante la tele, que era en blanco y negro: ahí, dentro de la pantalla de vidrio, se arrastraba una cosa —una masa que yo veía muy negra, un horror sin forma— que avanzaba y se iba tragando todo. Todo: autos, casas, personas. Todo, hasta lo impensable.
La película —lo supe mucho después— se titulaba La mancha voraz o The Blob, antes de la traducción. Actuaba Steve McQueen —“Steven”, en aquella época—, el mismo que más tarde interpretó personajes como Randall, el justiciero, y Papillon. Eso no importa ahora, mejor volvamos a aquel día: fascinada, yo no lograba quitar los ojos de las imágenes. Necesitaba enterarme de cómo matarían a aquel monstruo, necesitaba que acabasen con él de una vez por todas. Pero nunca lo mataron —perdón si revelo el final—: sólo lo congelaron y lo enviaron al Polo Norte; o al Polo Sur, no recuerdo.
Y ahora debo confesar que jamás pude ver de nuevo esa película. Después de aquella noche, pasé unos dos años creyendo que aquel espanto sin nombre lograría descongelarse para venir a devorarnos a nosotros.
Y cito aquel episodio porque ahora, a la distancia, puedo ver que fui presa de un miedo gozoso. La mancha, con su trabajo medido y preciso, había logrado explorar en mi interior, meterse bien a fondo con mis emociones, dejarme pensando. Y estoy segura de que la eficacia del terror radicaba en que ese monstruo de más allá del espacio atacaba a gente normal. Entonces, me decía, ¿por qué no iba a hacerlo con mi familia, conmigo? De sólo imaginarlo me ahogaba, como si mi cabeza ya estuviera siendo succionada por la masa. Y jamás, durante mi período de intenso miedo, dejé que una de mis manos colgara de la cama. Jamás. De día se esfumaba, sí. Pero, al anochecer, esa cosa —mezcla de silenciosa sutileza y maldad— volvía a la carga, y todo a mi alrededor se borroneaba, se confundía. Así, yo me iba arrastrando entre tumbos hacia la mañana siguiente.
A pesar de La mancha voraz, o tal vez gracias a ella, ahora disfruto del terror en literatura más que de cualquier otro género. Del buen terror, del verosímil. De aquel que se acerca tanto a lo verdadero, que sólo puede percibirse como real.
Por eso elegí estos cuentos. Cada uno de ellos, por distintos caminos, logra que el lector sienta aquello que no se puede explicar, lo que nos hace disfrutar desde adentro. Son cuentos que invitan a ver más que a leer. Van más allá del clisé de personajes de la vida común que se enfrentan a lo siniestro. Me atrevo a afirmar que la textura de estos personajes atraviesa el papel. Hay fantasmas y demonios, apariciones y vampiros. Y también hay monstruos, monstruos bestiales y monstruos vestidos de corderos, de esos que hielan la sangre.
En suma, este libro llevará a recorrer la oscuridad, aunque se deje la luz encendida.
Sólo me basta destacar que en la presente entrega contamos con otro invitado de honor: en Cuentos de la Abadía de Carfax 2 nos había acompañado Fernando Sorrentino, y esta vez lo hace Sergio Gaut vel Hartman.
Dejo pues a mis lectores con los relatos. Y vaya para ellos un consejo muy simple: antes de cerrar los ojos, cuiden de que sus manos estén sobre la cama.